Cierra los ojos para dormir

Cierra los ojos.

Apriétalos fuerte y ahora, aunque dejes de apretar, ya no se pueden abrir.

Están muy cerrados, pero ves algo a través de los párpados. Son estrellas.

Mueve un poco los pies. Ahora, déjalos. La manta no pesa, pero no se mueve. Cada vez te tapa más.

Cuando te fijabas en cómo se te extendía la manta sobre las piernas, has empezado a respirar lentamente. Puedes sentir como entra y sale el aire, aunque no se oye nada más que la brisa en el cañaveral.

La manta ya te tapa entera hasta el cuello y ya no puedes moverte, aunque mueves un dedo para comprobar si estás despierta.

Cada vez hay más estrellas, aunque no reconoces el cielo.

Fíjate bien, porque cada diez minutos pasa una estrella fugaz.

Cucú

Amaranta estaba de paseo detrás de casa. Había llovido y las botas se quedaban pegadas en el barro. En uno de los charcos se movían bichos. Se acercó y vio que eran renacuajos que coleaban. Tuvo una idea y salió corriendo a casa. Volvió con dos táper. Capturaba a los renacuajos con uno y los guardaba en el otro. Había muchísimos, pero pensó que ya tenía suficientes.
Al llegar a casa, los echó en el estanque del jardín. Antes había una piscina, pero era mucho más divertido ver los peces y las libélulas.
Pasaron unos días y una noche se empezó a oír un ruido tremendo. Las ranas ya habían crecido y eran monísimas. Pero muy ruidosas. Muy ruidosas. Y no se cansaban nunca.
Amaranta pensó que le iba a caer una buena por traer unos bichos tan escandalosos que daban la tabarra por las noches. Buscó en Youtube como hacer una pared para intentar tapar el ruido. Fue a la hípica y pidió paja. Como la miraron raro, explicó que era para un trabajo manual. Uno grande. Le dieron lo que cabía en el bolsón que llevaba, pero tuvo que volver varias veces. La paja era para mezclar con barro y hacer adobes, una especie de ladrillos. Con los adobes iba a hacer una pared entre la casa y el estanque. Una pared así absorbería bastante el ruido de las ranas al croar.
La pared nueva funcionó muy bien, aunque se seguían oyendo las ranas. Lo malo vino después.
Vinieron pájaros a hacer nidos en los huecos del adobe. Eran muchos, pequeños y negros. Y muy ruidosos.
Cuando ya se había preparado el discurso de desactivar castigos, su madre apareció con cara de satisfacción.
-¿Has visto que tenemos estorninos en casa? ¡Qué bonitos!
Asombrada, no supo qué decir. Se quedó pensando si los estorninos comerían ranas…

Ilustración de ladelosrizos

Perlas de verano

Era un día de verano como otro cualquiera. Eiko estaba en la piscina con su abuela, como todas las tardes, leyendo los libros que le habían prestado para el verano. Su abuela también leía novelas; a veces le contaba las tramas llenas de chicos de la ciudad que llegaban al campo y se enamoraban. A Eiko le costaba entender el japonés y a su abuela le costaba entender el castellano, pero siempre se enteraban de lo que la otra quería decir. Habían pasado muchas tardes juntas mientras sus padres estaban en la oficina.
Eiko se fijaba en los otros chicos que había en la piscina. Ya había decidido quién le caía bien y quién no tanto. La chica del bañador azulón era su favorita. No paraba de tirarse y hacer el ganso todo el rato. Llevaba una llave como si fuera un collar. La llave de casa, seguro. Seguro que sus padres tenían una oficina.
Esa tarde, la chica de azul se pegó un susto: el nudo de su colgante se deshizo cuando forcejeaba con otro chico para ver quién tiraba al agua al otro. Vio cómo salía volando y cogió la cuerda, pero la llave hizo ¡pluf! y desapareció en el agua. Estaba desolada. Eiko se imaginó que para ella iba a ser un lío quedarse sin la llave. Toda la pandilla intentó rescatar la llave, pero era muy difícil, porque se había caído en donde había cuatro metros de profundidad, porque estaba instalada la palanca de saltos. Antes de llegar abajo, los oídos empezaban a pitar y a doler. Y para entonces, ya faltaba el aire.
La abuela de Eiko le dijo:
-Yo sé nadar muy profundo. Yo sacaba joyas del agua.
-¡Perlas!
Entonces, le contó lo que tenía que saber para bajar: que si compensaba la presión cada vez que le dolían los oídos, podría llegar abajo, y que tomando aire de cierta manera aguantaría un poco más.
Eiko miró a la chica de azul como pidiéndole permiso para entrar en su drama, aunque ya empezaba a formarse cierto revuelo en la piscina. Se zambulló con suavidad y logró llegar al fondo. Allí vio la llave y una moneda. Recogió ambas y subió emocionada, pero pausadamente, como le había dicho su abuela.
Al llegar arriba, le dio la llave a su dueña, que le agarró la mano con las suyas, sin atreverse a darle un abrazo. Alguna gente hasta aplaudió. Eiko fue a contárselo a su abuela y a guardar la moneda de recuerdo. La chica de azul apareció detrás dando las gracias invitándola a jugar con ellos.
-¿Cómo te llamas?
-Eiko, ¿y tú?
-Amanda. Bueno, Ama.
Y a su abuela se le escapó una risa, pero las chicas no supieron por qué.

PERLADEVERANO

Ilustración original de iru expósito

Irina y los elementos

Irina llegó a la plaza del pueblo con el morro torcido. Como se imaginaba, todo el mundo se había traído la bici. Y los que no traían bici, se habían traído el hoverboard. Así que se pasó media hora viendo como todos iban y venían. Cuando estaba a punto de volverse a casa, a hartarse de ver vídeos de manualidades en la tableta, pensó en hacer algo en la plaza. Compró tizas de colores en el bazar y se puso a hacer enormes círculos concéntricos en el suelo de la plaza. Luego, dibujó símbolos sobre los círculos y los unió en forma de estrella. Cuando pasaban con la bici, se quedaban mirando intrigados. Sobre los símbolos más grandes, puso una piedra de color y escribió de manera pomposa:

FUEGO – AIRE – TIERRA – AGUA

Algunos se bajaban de la bici, otros se quedaban girando alrededor de los círculos. A los que finalmente preguntaban, les decía:

–Es un nuevo juego. Cuando termine de dibujar el campo, os lo cuento.

Pero la realidad es que no tenía ni idea del juego. Empezó a contar que los jugadores de cada equipo tendrían nombre de elementos químicos, que se tendrían que escoger según las características del niño o niña. Lo dejó claro, porque pasaba de que sólo jugaran niños. Empezaron a pedirse elementos:

–Yo soy el agua, porque puedo escurrirme por cualquier parte.
–Yo soy hierro, soy súper fuerte
–Dime uno muy rápido, Irina.
–Vale, tú eres el mercurio,
–Tú, el titanio, eres muy delgada, pero tienes mucha fuerza.

Pensó: “Tú, el plomo, que a veces te pones muy pesado contándome las series que ves en la tele”. Pero dijo:

–Tu serás el fósforo, porque te acuerdas de los detalles de todo.

Algunos ya peleaban por la plata, el uranio o el oxígeno. Le pedían veredicto a Irina, que estaba entre entusiasmada por la atención y agobiada por tener que inventar algún juego a la altura de las expectativas. Pensó que, en realidad, jugarían al pañuelo, pero le pondría encima algunas complicaciones. Según se le ocurrían cosas, se las iba contando a los demás.

–Los que jueguen tendrán que seguir los recorridos entre las fuerzas de la naturaleza, la tierra, el aire, etc.

–Cuando un elemento esté sobre una fuerza contraria, tendrá que ir a la pata coja.

–El objetivo del juego es capturar la piedra filosofal –y cada vez que quería decir piedra filosofal, casi se le escapaba pañuelo.

De repente, todo el mundo tenía ideas para nuevas reglas, tantas que no le daba tiempo a entender a todos. Algunas eran realmente buenas, mejores de las que se le iban ocurriendo a ella. Al final, tuvieron que escribirlas. Pero se les hizo tan tarde que no pudieron jugar, aunque nadie se aburrió esa tarde.

Ilustración original de Mar Villar

指尖陀螺

Inés era muy buena en judo y se lo pasaba bomba. No se perdía ningún campeonato, aunque a veces eran en la otra punta de Madrid. Esta vez le había ido medio bien, medio mal. Había ganado dos combates, uno contra un chico más grande que ella, pero en el último le tocó una chica que se movía como un gato cuando hay que darle una pastilla. El caso es que medalla de plata.

Cuando salieron, ya era muy tarde y decidieron comer por allí. Estaba lleno de restaurantes chinos, y los clientes también parecían chinos. Chinos o no, la comida tenía una pinta deliciosa y comían disfrutando. Decidieron meterse para probar.

Les recibió una señora muy amable, que los sentó en una de las pocas mesas libres. Les dio la carta con cara de duda, y cuando la abrieron, vieron por qué. Estaba en chino, y no entendían ni jota.

Pero Inés no se había enterado. Cuando entró, vio a una niña que tendría los mismos años que ella jugando con un spinner; fue a verlo y le pidió que lo acercara. La otra niña sonrió y se lo enseñó. Inés sacó el suyo del bolsillo y se rieron: eran casi iguales. Uno rosa y otro violeta, pero tenían el mismo adorno de brillantina. No había muchos así. Estuvieron un rato jugando a hacerlo girar en el dedo, en los nudillos, en la punta del pie, en la nariz… Inés le preguntó a su nueva compi cómo se llamaba: Leonor. Había nacido en España, pero como toda su familia era china, hablaba en chino y en castellano a la perfección. Le dijo que el restaurante era de su madre, la que estaba haciendo señas con sus padres, y que si quería ver la cocina. Inés le dijo que claro, que nunca había estado en la cocina de un restaurante.

La cocina era sorprendente. Todo era lo normal que había en las cocinas, pero en enorme. La batidora era para manejarla entre dos, en las ollas hubiera cabido ella misma. Las sartenes eran como la paella de las fiestas. Y había un grifo que se encendía con el pie, y unas neveras como las cajas fuertes de las películas. Leonor le contó lo que estaban cocinando y lo que había en cada fuente. Inés iba poniendo caras de «me gusta» y «no me gusta». Leonor habló con el cocinero y le dijo a Inés que iban a ver a los mayores.

Al llegar, los padres de Inés y la madre de Leonor seguían jugando al pictionary, pero no habían logrado entenderse. Leonor cambió la voz, se puso muy seria, y les dijo a los padres de Inés: «No se preocupen, ya está encargada la comida». Y pareció decirle lo mismo a su madre, que puso cara entre aliviada y asustada.

Empezaron a llegar los entrantes, que resultaron muy sabrosos, y las niñas quedaron en verse en musical.ly esa misma tarde.

China_Final_web.png

Ilustración original de Alejandra Nores

Cuento de hielo y fuego

Luna se levantó antes que su madre, como siempre. Fue a lavarse las manos y la cara con agua caliente, porque la fría no era fría, era helada. Pero no salía. La fría salía, un chorrito. Polar. Se abrigó lo justo y salió al jardín; se imaginó la piscina congelada. Algún día se haría tanto hielo que podría patinar encima. Al llegar vio los carámbanos colgando de la ducha. Cogió un par de ellos y jugó con la luz, que hacía arcoiris en el gresite.
Volvió a la casa y oyó algo en el lavabo. El grifo que había dejado abierto tenía un hilo de agua. Jugó a soplar el hilo, en un imaginario concurso para conseguir la mayor curvatura.
El hilo de agua significaba una cosa: una tubería congelada. El agua caliente tenía un tubo como los churros de la piscina, para que no se enfriara el agua a la vuelta, pero el tubo se había abierto. En uno de los tramos al aire se veía el hielo. Miró a su madre, que dormía todavía, porque no le dejaba hacer nada peligroso sin preguntar antes, y cogió un encendedor de la cocina. Lo encendió contra la tubería, pero iba lentísima, así que prendió fuego a una rama de arizónica con resina, de las que tenían para prender en la chimenea. Mucho mejor, aunque se quemó un poquito los pelines de la mano y casi la bata. Olía a chamuscado. La tubería empezó a sonar, cuando recordó el grifo abierto.
Corrió a casa a cerrar el grifo, pero su madre se estaba despertando.
A su madre le encantó la ducha nada más levantarse, pero ella no le pudo contar a nadie su pequeña hazaña de fontanería.

Código

A Germán le gustaba una chica de su clase, Eli. Vivían bastante lejos, pero su edificio se veía desde la habitación. Un día se lo contó a Eli, y Eli le contó cuál era su ventana.

Todas las noches, Ger contaba las ventanas hasta llegar a la de Eli, y sabía qué había visto en la tele por la hora de acostarse.

 

Por la mañana le hacía un truco de magia para adivinar el programa.

Hasta que un día se lo contó y Eli se moría de la risa. No se imaginaba una respuesta tan sencilla al truco.

Así que esa noche, Ger vio como una de las ventanas de encendía y se apagaba. Contó las ventanas, aunque ya sabía cuál era, y confirmó que era la de Eli.

La ventana se encendía y apagaba de manera diferente a otros días. Era seguramente la luz de la linterna del móvil. Y seguramente estaba haciendo código morse.

Apuntó la secuencia como pudo y buscó en Internet la secuencia de destellos. Decía «…res ir al cine?» Y fue el comienzo de muchos días muy felices para los dos.

Código.jpgIlustración original de La Chica Imperdible

Es mi fiesta

A Julio nadie le invitaba a fiestas. Y tenía amigos, jugaba mucho con ellos y compartían bocadillos. Pero ni una fiesta. Los lunes hablaban de la fiesta del sábado delante de él con muy buen rollo. Pero a nadie se le ocurría invitarle. Y le pasaba con los amigos del colegio, con los del parque y con los de judo.

Un día superó su vergüenza y les preguntó a los del cole.

– Todo el mundo sabe que no te gustan las fiestas, nunca vas a ninguna.

Y más o menos lo mismo con el resto. Tenía que tener cuidado en adelante con lo que decía… ¿Alguna vez había dicho algo malo de las fiestas? Sus amigos parecían recordarlo mejor que él. Habló con los del cole, con los del parque y con los de judo y aclaró el tema.

Sus amigos se sintieron culpables, así que montaron una fiesta para él. Pero no la misma, montaron ¡tres fiestas! ¡El mismo día! ¡A la misma hora!

Decidió no hacerle el feo a nadie. Llegó pronto a la del parque; pensó que de todos modos sus amigos llevarían allí toda la tarde.

Luego fue a judo, serían los que menos tiempo estarían, porque era en una cafetería. Batidos y tortitas con nata. Luego salió corriendo a casa de Fer, que había decorado todo el jardín para él.

Por fin, tuvo una idea. Avisó a todos y les llevó al parque con todas las cosas de las fiestas. Acabó siendo una fiesta brutal, con música y todo, porque el hermano mayor de Fer les dejó un altavoz muy bueno.

Y ahora siguen sin invitarle a las fiestas, porque todo el mundo le dice que las organice él, que conoce a todo el mundo. ¡Y Julio está encantado!

Es_mi_fiesta_OK

Ilustración original de Mar Villar

 

Navajas en la arena

Vera no quería ir a la playa. Le molestaba la arena que se le metía entre los dedos y en el bañador, y su madre le hacía cambiarse a ropa seca ahí en medio; que ponía una toalla y no la veía nadie, pero se moría de vergüenza. Y como tenía trece años, no la dejaban sola en el apartamento; le daban la brasa con que para qué habían ido a la playa (eso pensaba ella).

Pero ese día, se encontró un montón de conchas de navaja; tantas, que se puso a escribir nombres en la arena. Escribió los nombres de los amigos que echaba de menos -bueno, amigas, que eran mas chicas que chicos-. Recordó que en esa playa, dos veranos atrás, conoció a…

A…

Pero no recordaba el nombre. Y le dio mucha rabia, porque fue un verano precioso. Estaba deseando ir a la playa para verla.

Aurora…

Alba.

Andrea.

De repente, lo recordó.

– ¡ÁUREA!

Dio tal grito que todo el mundo volvió la cabeza.

Vera, escribiendo letras con navajas, no reparó en la mirada que supervisaba la ortografía de su nombre, mientras se ponía roja de emoción.

– ¡VERA!

Vera dio un bote y reconoció a Áurea.

Se abrazaron y se repasaron los cambios, un aparato en los dientes, el pelo largo, las dos empezaban a parecer chicas mayores…

Y Vera no volvió a preocuparse por la arena ese verano.

Y colorín, colorado…

Ilustración original de A N D Y N

Arrollados

El arroyo de detrás de su casa llevaba seco desde siempre. Unas señoras le contaron a su madre que de pequeñas se bañaban en él, pero ahora eso parecía increíble. Los que hacían obras en casa iban con el cedazo a sacar arena fina para hacer el mortero. Pero ese año fue diferente. Ese año no paró de llover antes de las vacaciones de semana santa. Así que, ante la sorpresa de los dos hermanos, el arroyo llevaba agua como contaban las señoras mayores. Estaba un poco fría, pero sólo al meterse. Era un lujo tener un río nada más abrir la puerta del patio de atrás.

Una tarde de remojo pasó un tronco flotando. ¡Un barco! Los hermanos se subieron a él a la tercera (o la cuarta). Pero una vez subidos encima era la caña. Tanto que cogieron velocidad y dejaron la casa detrás sin darse cuenta. Llegaron a los cultivos. Un agricultor vio que tenían cara de perdidos y los acercó a la orilla. Les preguntó el teléfono de su madre o el de su padre. Se lo dijeron, orgullosos, y el agricultor, Anselmo, llamó.

– Tengo aquí a… ¿Cómo os llamáis?

– Berta y Berna. -contestaron al unísono-.

– Que me han aparecido en el sembrado, ja, ja, ja…

Sus padres tardaron unos segundos en reaccionar.

– Están bien, se los pongo al teléfono, que no les ha pasado nada, sólo que se han perdido.

Tras comprobar que la comunicación era imposible, Anselmo les cogió el teléfono y les dijo a los padres:

– Miren, es la salida de la hípica, justo al cruzar el río, vengan y se los llevan. Traigan un par de toallas y unas chanclas, je, je.

En cinco minutos estaban allí, con toallas y chanclas. Y un poco con cara de siesta todavía.

Nunca más vieron el arroyo con agua, pero tampoco olvidaron el barco que lo surcó.

Ilustración original de @unaartistadesconocida

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